Estación experimental de Rothamsted, Reino Unido.
Los ecosistemas cambian despacio, mas despacio que la vida humana, así que los vemos cambiar poco a lo largo de nuestra vida. Ya les conté en un post anterior que construir un ecosistema en un terreno vacío lleva siglos. Esto es un problema y gordo, porque significa que las consecuencias de lo que hagamos ahora en el medio natural las sufrirán nuestros tataranietos, cuando la cosa tenga muy mala solución.
El asunto es preocupante. Desde 1800 para acá la humanidad viene sufriendo una transformación social que ha cambiado radicalmente su relación con el medio. Hemos empezado a usar ingentes cantidades de energía para cambiarlo todo. Se ha modificado el curso de los ríos y su caudal con presas y canalizaciones, la línea de costa con puertos y espigones, el paisaje con monocultivos, autopistas, ferrocarriles y megaciudades. Fabricamos toneladas de todo tipo de productos sofisticados con tierras que destilamos y que acaban pasando al medio, cuando no lo esparcimos por él alegremente. Movemos mas peso que el que se mueve de forma natural con la erosión, y esto incluye muchísimas especies, que introducimos alocadamente en tierras o aguas extrañas. Hemos quemado tanto carbón y petróleo con esta actividad frenética que hemos conseguido incrementar de forma apreciable la cantidad de CO2en la atmósfera. Menos mal que no es tóxico, sino alimento de las plantas, porque ya es lo que nos faltaba. Pero es un gas invernadero que puede contribuir a calentar la atmósfera y a la larga cambiar el clima.
Estos cambios tan radicales que además son de escala planetaria no solo están siendo muy intensos sino que también se están produciendo en un tiempo muy corto, apenas 150 años, y con un crecimiento exponencial. Y claro, esto va a tener consecuencias, y muchas, sobre el funcionamiento de la naturaleza, lo que pasa es que todavía no las hemos visto en todo su esplendor porque tardan mucho en dar la cara. Pero los cambios están en marcha y deberíamos detectarlos y evaluar sus consecuencias, ya que es bastante posible que algunos de ellos acaben volviéndose en nuestra contra. No podemos seguir haciendo como Juan Tenorio, hijo de la Sevilla barroca, emporio de indias y modelo del capitalismo actual, que, muy seguro de sí mismo respondía a las advertencias que le hacían por su mal comportamiento con un ¡cuan largo me lo fiais!, porque nos puede ocurrir como a el, que al final acabemos en el infierno.
¿Cómo podemos averiguar como va a evolucionar un ecosistema a largo plazo después de una perturbación o un cambio en el medio? Métodos hay. Con las imágenes de satélite y las fotos aéreas se puede ver lo que ha ocurrido en los últimos 40 – 60 años. Con mapas, fotos y pinturas de paisajes lo que ha pasado en 150 años, y con descripciones en documentos de archivo podemos llegar hasta 300 años. Más allá la cosa se complica, porque antes del siglo de las luces no existía interés por describir el medio ni pintar paisajes reales, así que solo se puede obtener alguna información de forma indirecta a partir de rentas y usos de la tierra. Pero hay otros métodos, basados en leer la naturaleza, como los anillos de los árboles (ver aquí) o los fósiles de plantas, animales, granos de polen o partículas de carbón atrapados en el suelo, en el fondo de los lagos o en las turberas, que nos permiten estudiar los cambios en cientos o incluso miles de años. En Atapuerca no solo estudian la evolución humana, también reconstruyen los ambientes en los que vivían los humanos antiguos a partir de los fósiles de todo tipo que aparecen en la excavación.
Con toda esta información nos hemos hecho una idea más o menos precisa de los cambios ocurridos en el pasado y del papel que ha podido tener el medio o las perturbaciones, pero todo son conjeturas. Para saber que pasa con certeza hay que ir más allá haciendo experimentos y seguimientos a largo plazo. Y aquí nos encontramos con un escollo burocrático: los proyectos de investigación tienen una duración de cuatro años, y en este tiempo lo que se ven son variaciones que normalmente no son extrapolables a plazos largos, como se ha podido comprobar en los seguimientos duraderos que ya hay, porque los hay. Se han conseguido encadenando proyectos de investigación, o repitiendo estudios bastantes años después. Los registros experimentales continuos más longevos que existen son los de Rotahmsted, en el reino unido, que datan de 1843. Pero esta política de financiación tiene un problema: si hay recortes o cambios en la política científica los registros pueden dejar de hacerse y con ello desperdiciar una parte importante del trabajo hecho, amén de dejar de enterarnos de lo que pasa. Por ejemplo, los cambios en la política científica que introdujo Margaret Thatcher en los años 80 del siglo pasado hicieron peligrar algunos de estos registros a largo plazo en Rothamsted.
La Ecología pues requiere de una política científica y de financiación que no penalice estos estudios a largo plazo, ya que son cruciales para entender como y porqué cambian los ecosistemas. Y esto parece haber cuajado con la formación de la red LTER (long term ecosystem research), un conjunto de espacios coordinados entre sí para experimentar y seguir los cambios durante mucho tiempo. En España hay varios, y el último número de la revista Ecosistemas (aquí) viene dedicado a ellos. Podrán ver lo que se investiga y los resultados que están obteniendo.
Ecosistemas 25(1). La investigación y el seguimiento ecológico a largo plazo (LTER). Enero – abril 2016.